lunes, 9 de junio de 2008

Una Costumbre Campechana

Hace un par de semanas, me fui a Champotón en camión. Y todavía hacía calor. Mi ventanilla no se abría, y el aire acondicionad no estaba funcionando. Eran como las 4 de la tarde, y todavía estábamos entrando a Seybaplaya. Mi mirada siempre estaba postrada en la ventanilla, y en un descuido, hice una visión panorámica dentro del camión, y cual fue mi sorpresa, al ver a todos los pasajeros durmiendo, a pesar de haber entrado al camión, hace 20 minutos, y más aún del calor infernal que hacía.

No es que me haya sorprendido de ver personas en el camión, sino que todos, absolutamente todos estaban durmiendo. Esta reacción de dormirse en el camión, se desprende por el horario y en gran medida, a la costumbre. Sí, a la costumbre. Es evidente que el campechano tiene esa costumbre de dormir a esa hora, no importa que llueva y truene, o que el sol se meta por las ventanas.

No sé que pensar. No creo que esta costumbre tenga algo de buena, ya que en otras latitudes no se acostumbra dormir a esta hora, sí descansar. Hay que resaltar que esta, llamémosla costumbre, se da, tanto en las personas que trabajan, como en las que tiene el arduo empleo de espulgarse las pelusas del ombligo.

Decía que no creía que esta costumbre fuera buena. Ya que el que duerme a esa hora, no lo hace de media a una hora, como define una pequeña siesta; no, lo hace de 2 hasta 3 horas. Dejando poco al turno nocturno de Morfeo. Es evidente que la minoría sí descansa una pequeña siesta o descansa por un lapso de tiempo reducido. Pero es de la mayoría de personas, que se desviven en dormir en la tarde a la que me refiero ¿Pero qué podría estar alimentando esta costumbre?

Los señores, señoras, jóvenes, niños y niñas, y demás personas que viven en esta ciudad amurallada, tienen la fiel costumbre de tener su horario especial, después del trabajo, o para los que no, también seguir la siguiente rutina. Primero, a las 2 llegar y cambiarse la ropa por una más holgada, acostarse a refrescar; preguntar por el almuerzo, y esperar; segunda llamada para el almuerzo, y levantarse por las tortillas; acostarse al llegar por las tortillas; hacer la tercera llamada y por fin, levantarse para ir a la mesa; esperar mientras terminan el guiso, y encender la televisión; ingerir los sagrados alimentos; terminar, ir al baño, y acostarse por ahí de las tres, cuatro a dormir la sagrada siesta. La siesta suele durar dos horas, ya que después viene los maratones largos de las novelas, y la obligada ducha de la tarde, como preparativo ignaural a la dormida nocturna. Uno puede esclarecer que toda la rutina de la tarde no es más que una costumbre haragana.

En realidad, el descanso no debería tardar más de una hora, y no necesariamente se trata de dormir, a veces es sólo un rato de esparcimiento para descansar la cabeza o los ojos. Pero a veces, una siesta es la solución. De hecho, se dice que Napoleón Bonaparte, después de sus ajetreos políticos, cuando ya era emperador de Francia, interrumpía sus quehaceres y pedía que no lo interrumpieran por los últimos quince minutos ni aunque se estuviera quemando Francia. Se encerraba en su cuarto, se metía en su bañera, y dormía imperativamente quince minutos. Ni uno más, a veces uno menos, pero nunca se pasaba de los minutos estipulados. Salía de su cuarto como nuevo para seguir con su trabajo. Así que esa no podría ser una explicación adaptable. La siesta no es más que un descanso, y un descanso no puede sobre pasar su rango establecido. En Europa y en norte América, la siesta no es más que un rato de esparcimiento, que puede ser un momento frente al televisor, o un rato de deporte. En cambio aquí, por lo menos en Campeche, tener un trabajo te da como privilegio, holgazanear después del trabajo y dormir o salir en las noches.

Pero habrá otros que se amparen por las inclemencias climáticas, tendrá parte de razón. Es muy de nosotros inquirir sobre un trabajo difícil, al mencionar la hora: “¿Que vaya a traer agua; a las doce?”. Es cierto que el sol en Campeche es más impasible que en otras ciudades, que hasta pareciera que lo tenemos más cerca que otros lugares. Pero también es cierto que pecamos de conchudos al poner de pretexto el calor y el sol para no trabajar, o lo que es peor, dejar el trabajo. “El Puto sol” se vuelve más una expresión para evitar la fatiga, que una queja pasajera. Muchos albañiles desertan ante las inclemencias climáticas, y otros declinan su trabajo, por la guerra perdida que tienen con el sol.

Todo esto redondea la costumbre. Y se palpa más aún la profundidad de lo establecido, cuando se ven tiendas como “Súper Campeche”, que sabiéndose la única de su tipo, cierra a las tres de la tarde esté quien esté adentro, y vuelve a abrir hasta las cinco. Alguno que se haga pasar por un científico sin acreditación me refutará con la idea sublime, de que el dormir esas horas en la tarde, se debe a que el cuerpo humano necesita recuperar fuerzas, ya que soportar el calor es un esfuerzo mayúsculo. Pero a mi parecer, eso es una blasfemia científica, ya que hay lugares que sufren de igual calor y hasta más (como es el caso de Chile), y la siesta sigue los mismos patrones de tiempo. Así que esta costumbre floja, es una mala, ya que moldea para mal a los habitantes. Porque está claro, que las costumbres haraganas, hacen gente haragana. Llevamos al pie de la letra el dicho de “pasárnosla campechanamente”, sin esfuerzo y sin cansancio.

Recuerdo que mi madre me decía, después de almorzar, que me acostara en su regazo y me sentía tan a gusto que me dejaba llevar por el sueño. Después de una hora, mi madre me levantaba: “levántate, ándale. Si no luego no duermes en la noche” y me levantaba para no ser un búho insoportable en la noche. Era evidente que mi madre sabía que sucedía al dejarme llevar por la regla tácita del campechano común, y no quería eso para mí. Era evidente también, que ella sabía que como niño, estaba cansado de mis travesuras y diabluras del día, y que necesitaba reponer energías. Pero nunca dejó de lado el hecho de ser un niño y me enseñó a no sucumbir ante la pereza. Sin embargo, a mis 26 años, he de decir que he sucumbido, y que mi conciencia no me deja en paz, pues acostado, me siento culpable de estar holgazaneando, y a veces salgo a correr o a caminar.

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