lunes, 25 de febrero de 2008

Quién manda

Los nombres son sellos distintivos de las personas. En la antigua Grecia se creía que cada nacimiento estaba regido por la mano y seña de algún dios del olimpo. Incluso los indios americanos, amén de las distinciones que tenemos por medio de la televisión que son hartos superfluas, a los nacidos se les denominaba de alguna forma por el sabio de la tribu. Este viejo con infinita sabiduría, tenía el don de reconocer, a primera vista, las dotes con que venía a la tierra dicho individuo, y era este sabio el que le daba un nombre, relacionando una característica del recién nacido, con algún fenómeno natural, algún animal, e incluso alguna peculiaridad de su cuerpo.

El nombre que lleva la persona, intenta ser un sello distintivo del mismo. Todo hombre inicia su vida con una etiqueta en su espalda. En ese sentido, nacemos con el hábito de categorizar las cosas: “Se llamará Raúl, como su padre”. Sin embargo, las cosas hoy en día son muy diferentes a la Grecia antigua y al esplendor precolombino.

En los siglos XIX y XX, en las regiones más recónditas de México se ponían nombres por ser parte de una generación. Los Jeremías y los Isaías eran influencias católicas que cobraban fuerza en la sociedad mexicana y me atrevo a decir que en el resto de América latina. Pero aunque la Biblia era (y es, todavía) una fuente inagotable de ideas para bautizar a los infantes, el apellido era el signo de plusvalía de la familia. El bautizo es, en gran medida, el símbolo que en marca la historia sufrida por cada pueblo latino. Es la unificación entre la, aún vida “salvaje-india” y la civilización “española” El padre vierte las aguas sacras al infante, y nombra Juán Pech, al futuro ciudadano.

Sin embargo, la operación de buscar y ponerle nombre al niño, es un acto que ha evolucionado, y eso, gracias a la globalización. Es muy común, hoy en día que se encuentren niños con rasgos indios, que se llamen Jean Christofer Cahuich. El nombre se ha convertido en una categorización en el sentido amplio de la palabra, pues los padres llaman a sus hijos de una manera que no sea tan común a los demás. Se intenta individualizar al hombre desde el nombre, y se quiere que sea el nombre el que ejerza la particularidad del ser. Por ejemplo, tomando el nombre anterior, Jean Cristofer; sobresale ante los Josés, Guadalupes, Lázaros y Pedros del salón. Y este hecho inusual es evidente en los miembros del registro civil y en los padres, ya que muestran el conocimiento del nombre, sólo auditivamente, ya que llaman a su hijo Jonny y lo levantan como Yony o Yoni.

Pero también, hay otro fenómeno que se desprende del deseo de ser particular. Inventan nombres, sin significado alguno, y sólo por un mero hecho estético. Inventan nombres como Scarlejhan, Shirmenda entre otras peculiaridades.

Es así que el nombre es lo que importa para las personas, pero para las que tienen el derecho de ponerlas y para quienes lo tienen, no así para los demás. El apellido es, y seguirá siendo, el sello que distingue a cada uno. Pues aunque te llames Brad o Michelle, un José y una Guadalupe rondarán, gracias a tu apellido. Y no es un hecho mexicano o latino, es mundial. En Europa y en norte América, los apellidos son los que dan el distintivo a las personas. Esto se puede tomar como una particularidad histórica, ya que en Europa, son las familias las que le dan reconocimiento al hombre (los Mann, Goodman, etc), mientras que en México nos preguntamos, cómo se apellidaba Moctezuma. Lo que pasa es que en Latinoamérica, y más concretamente en México, se tiene una especie de barroquismo en el momento de crear las cosas. Mientras que en Estados unidos, existe cierta tendencia a preocuparse por ponerle un buen nombre al niño, en México se preocupan de hacerlos diferentes.

Pero eso, evidentemente es falible. El nombre siempre estará superditado al apellido. Un hombre tiene una gran admiración por un jugador de fútbol. Cree que es el mejor en su rubro, y no sólo eso sino que siente que es un hombre importante en el Manchester united. Pero es la guardia baja que mantiene ante los medios lo que provoca una admiración en el hombre. No es tan popular como Bobby Charlton, pero sí tan bueno como él. Su esposa siente la misma identificación con el jugador. Ambos ven el fútbol y simpatizan con el jugador. Nace su hijo y deciden ponerle el nombre del jugador, y no por fanatismo, sino por admiración. Otro hombre decide ponerle a su hijo su propio nombre, como señal de lo único que quisiera heredarle, pues su familia tiene una enfermedad que se ha presentado de generación en generación.

Es evidente que no nos dice nada, Dennis y Jorge. Pero sí Bergkamp y Borges. La historia de los nombres son una cosa, pero son los apellidos los que nos dicen de quién trata.

En Brasil pasa algo diferente. Son los apodos los hacen reconocible a una persona, y no los apellidos. Es más difícil saber de quién se trata al hablar de Moreira, que de Ronaldinho. Y es que el apodo es como un segundo bautizo. Nosotros mismos, en México sabemos que cuando conocemos a alguien, lo identificamos más rápido por cómo le dicen. Es obvio que al mencionar “marrano”, sepamos que se trata de un hombre que tiene una obsesión por la circunferencia en su cuerpo. O que el “Chaquetas” mantiene una relación en su vida con una manifestación “maleable”. Sin embargo, en Brasil, no es por una característica en común, sino por una inventiva, que rebasa un hecho pasajero. El apodo constituye un grado de compenetración con el grupo. Es como un número que lo llevará a la tumba, junto con su nombre.

Es así que el nombre nunca cambiará de folio. Nuestro nombre no nos identificará por lo que hagamos. No nos recordarán por nuestros nombres, porque ese mérito se lo lleva nuestro apellido. Es por eso que Franz, Alejandro, Oscar, Adolfo, William y Edgar no nos dicen nada. Pero sí Kafka, Magno, Wilde, Hitler, Shakespeare y Poe.

3 comentarios:

Laura Trujillo dijo...

Muy bien Wilt, me gustó.
Es verdad que sin el apellido no somos nadie, y que casi siempre nos identifican con él.
Aunque para serte sincera, prefiero mi nombre. Porque aquí, nomás se fijan en el apellido para ver si eres pariente de alguien o de dónde vienes.
Bueno, por lo menos espero que me recuerden. Como quiera que sea, pero que lo hagan.
Saludos mi querido Wilt, ¿o debo decir Herrera?

wilberth herrera dijo...

Muchas gracias laurita. Es cierto,yo también preferiría que me dijeran por mi nombre, y es que yo sufro de lo que llamamos,recuerdo de la rareza, pues mi nombre, aunque es común en campeche y el resto del sureste, no lo es para la república mexicana y no se diga para el mundo, así que me reconocerán, más por mi nombre que por mi apellido. Buena noticia.
un saludo, y nos estamos viendo

Rodrigo Solís dijo...

Muy bueno Wil.