martes, 13 de enero de 2009

El extraño resplandor de la inocencia III


3


Las clases pasaron. Y yo pensaba en nosotros. Era evidente que le provocaba más que un gusto. Mi ternura le encantaba. Esa era una señal de que se estaba enamorando de mí. A lo mejor Xavier no le proporcionaba lo que yo le podía dar. Seguramente Xavier era uno de esos pubertos que sólo la quería de novia para coger y para alardear con sus amigos. En cambio conmigo tenía amor. Tenía todas esas ñoñerías que provoca el amor.

Yo la amaba. Eran la 3:55 de la tarde y ya la amaba.


Pero antes, tenía que estar seguro. Tenía que dejar las cosas en claro. Debía reclamar mi lugar. Era evidente que nos queríamos, ella misma me lo dijo, y era necesario que me diera mi lugar. Necesitaba saber si ya no quería a su novio. Tenía que estar seguro. Algo me obligaba a exigir claridad. Mi cuerpo me decía “no importa, estás gozando. En un tiempo van a coger. Déjalo como está, no lo vayas a echar a perder”, pero mi cabeza y mi pecho me decían “tienes que hacerlo. Tienes que estar seguro. Si te dice que sólo serás tú, ganarás más que un par de días de coger. La tendrás y te tendrá por completo. Serán novios”.

No sé de donde obtuve esa rectitud. Quizá fue de mi padre o quizá fue de mi madre. O quizá fueron los dos, cuando los vi separarse. Quizá, en ese momento me prometí no hacer las cosas a escondidas y ser honesto conmigo mismo. Tal vez no lo sabré nunca, y será lo mejor.

Llegó el receso y bajamos a comprar a la nevería. “Acompáñame, Alex” me dijo en voz alta, para que mis amigos la escucharan y no pensaran que ella era la que me acosaba. La adoré por eso.

Bajamos a la nevería. Compramos unos Submarinos de fresa y una Pepsi. Los dos preferíamos la Pepsi, en vez de la Coca-cola, y gozábamos exigir al vendedor “Me da una Pepsi, por favor”, teniendo que ir a la nevera del fondo a buscar el refresco.

Nos sentamos en las gradas de atrás, donde nadie iba y comíamos un submarino cada quién y nos pasábamos la Pepsi, compartiendo el mismo popote. Una vez, cuando aún no nos besábamos, yo tenía gripa, y aún así, pedimos una Pepsi fría. Cuando iba a tomar del refresco, me levanté y dije “voy por un popote”, ella me inquirió “no, toma del mismo”, “pero tengo gripa” le respondí, “no importa, así estornudamos los dos”. Esa fue la primera vez que sospeché que tal vez era correspondido con el mismo sentimiento. Hoy era diferente, ya estaba seguro.

Tomamos del mismo popote. Cuando a ella le tocaba tomar del refresco, lo dejaba un momento en sus labios, no succionaba, lo mordía. Lo dejaba en sus labios, y después podía ver que el refresco subía por el popote para llegar a su boca. Me encantaba cuando la veía así. Después de tomar algo de líquido, me lo pasó “Es como si nos besáramos” le dije al tomarlo de sus manos. Me llevé el popote a la boca y justo antes de que lo succionara, me lo quitó y me dijo “Para eso mejor un beso” y me besó. Fue un beso rápido pero complejo. Cuando se retiraba de mí, presionaba con sus labios, mi labio inferior. Fue riquísimo sentir la suavidad de sus labios, con sabor a fresa y con la frescura que le había dejado el refresco.

Se sentó frente a mí sobre sus piernas. Nunca he podido entender cómo puede la gente sentarse sobre sus piernas, al estilo japonés, sin que les lastime. Yo no puedo soportar un momento estar así. Pensé que podría estar lastimándose y le dije “¿estás bien?”, y ella, se puso seria. Vio hacia el piso. La pregunta la había puesto en un estado catatónico. Pensé que el dolor de las piernas no era algo que la pudiera poner en ese estado. ¿El dolor la ponía así?¿por qué no se sienta bien?¿ será una forma flagelarse?. “¿Qué te pasa, Gina?”. Y ella me vio, y esforzó una sonrisa. Las rodillas las tendrá puré, pensé, y me propuse ayudarla “No puedo” me dijo, “Te quiero muchísimo, Alejandro, pero no puedo seguir contigo.”

Todo se agudizó. Podía escuchar los bichos, podía escuchar los balonazos atrás de las gradas donde nos encontrábamos. Podía escuchar trabajar el aire acondicionado de la biblioteca. Sentía el sabor metálico de la sangre en mi boca. “¿Por qué?” “porque no está bien que engañe a mi novio” me dijo desencajada. “¿lo quieres?” “No, creo que ya no lo quiero”, “¿Crees?” le dije con cierto coraje, era le primera vez que reflejaba tanta determinación, porque sentía que debía preguntarlo. Era necesario. “Sí, creo”.

No podía sentir nada más que una gran molestia. Sentía un desquicio y no sabía de qué. O más bien, de quién. Interrumpí mi silencio y le dije “tienes que estar segura.” Y ella asintió. “Te quiero. Quiero poderte amar para poder decírtelo” al decirle esto, ella me vio. Se quedó en silencio. Quería que supiera que yo la amaba y quería que fuera mi novia. No sabía si le había quedado claro, pero decir algo más sería un error de mi parte. Tenía que guardar silencio. Hay veces que el silencio es necesario. “Yo también” me alcanzó a decir, mientras una solitaria lágrima le corrió por la mejilla izquierda. Me sentí despreciable.


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