jueves, 22 de enero de 2009

El extraño resplandor de la inocencia IV


Reprise


Uno confía en sí mismo. Dudar de su existencia o de sus actos es una forma de compromiso con su existencia. No hay marcha atrás. La razón y la madurez son cómplices del entendimiento. Uno se llega a dar cuenta de que el tiempo es un mero estado de ánimo. De ahí no hay escapatoria. La vida es como una una maraña que vamos desenredando y a veces llegamos hasta el final y vemos todo con claridad, pero hay otras marañas por desenredar que no nos da tiempo de contemplar dicha claridad.


Nuestros amigos son pasajeros del mismo camión, uno no los elige, uno se sienta y viaja con ellos, y están ahí porque coincidieron en un mismo viaje, en un mismo destino, con la misma hora de salida, y al final, cuando llegan a su destino común, cada quien jala por un camino diferente. Pero aunque uno no elige los compañeros de viaje, uno sí puede elegir el compañero con quien va a pasar las horas de viaje. Uno puede hablar con su compañero o no dirigirle la palabra o la vista. Uno puede platicar de cosas vagas o de cosas personales, no importa, porque sabemos que todo se perderá cuando lleguen. Uno no sabe si esa será la última plática de su compañero de viaje, o de uno mismo, o de ambos. Se puede tener la confianza y hablar de cosas que jamás ha hablado con otra persona, pues el poder que ejerce el anonimato nos seduce y nos ofrece confianza.


Así son las relaciones humanas, tan azarosas, tan peculiares, que nunca llegamos a saber a ciencia cierta qué es lo que somos. Conforme más viejos somos, más escurridizo se nos hace el tiempo. Tal vez corre por nuestra odiosa ambición de cogerlo y en esa persecución se nos va nuestra vida.


Cuando somos niños no sabemos del tiempo, no nos provoca tenerlo, es más, a veces queremos que corra. Tal vez por esos anhelos de niño, por forzarlo a que pase rápido, de grandes, nuestro reloj avanza presuroso, como si algo lo hubiera desatascado y fluyera con rapidez. Por eso el tiempo es un estado más de ánimo.


Así era en la preparatoria. Era mi tercer viaje. Todos se perderían al final del camino. Todos mis compañeros se irían a otros viajes, así como se fueron los de la primaria y la secundaria. Sólo coincidimos algunos pocos en el mismo camión, y tal vez, en este viaje los perdería a todos, hasta a Gina, mi compañera de viaje. Así me sentí en preparatoria, pero no lo noté con tanta claridad como lo hago ahora. Por eso, ahora rememoro con algo de dolor, porque añoro eso, extraño aquellas clases que me eran tan odiosas y que me llenaron de tantas alegrías.


Un amigo, del que siempre tuve su admiración ya que pudo ver en mí ese carácter de fabulador (el primero y al que más estime), me preguntó qué era para mí el tiempo. Yo no supe contestarle, sólo divague unas frases para vanagloriarme de mi ego(como tal vez ahora lo hago). Manuel, que pudo notar mi ignorancia me preguntó qué era para mí la vida. Eso fue más misterioso. Con el tiempo podía divagar, pero con la vida me encontraba con un monstruo gigante salido del mar, en donde uno no puede identificar dónde empieza su cabeza y donde termina sus extremidades. Sólo titubeé y al final no supe qué decir. Manuel creía que yo era un prodigio, por eso me preguntaba tales cosas que sólo se le pregunta a un filósofo (tal vez eso explique la estima que le tengo). Dicha creencia vino porque supo de mis escuetas cualidades literarias por un hecho un poco excéntrico. Yo estaba afiebrado por la obra de Edgar Allan Poe. Me leí tantos libros de “Narraciones Extraordinarias” para leer todos los cuentos posibles de este autor. Un día le confesé a mi amigo, mi admiración por Poe y le pasé una copia de un cuento: El gato negro; tenía que ser ese por iniciación, si le gustaba, le facilitaría el resto de las copias. Lo leyó y para mi sorpresa, compartió dicha fascinación. Entonces le facilité el resto de copias, y entre ellas, escabullí uno de mis primeros cuentos. Los leyó todos. Yo le dije que todos los cuentos eran de Poe y que eran de los que más me gustaban, y el los tomó sin saber que dicha lista estaba adulterada.


A la otra semana, el lunes, llegué al salón con el arrebato de saber qué le había parecido aquellos cuentos, pero más, por el mío. Él llegó y me confesó que le había gustado mucho “El corazón delator”, “Los Anteojos”, pero que sus favoritos eran “El escarabajo de oro, “El pozo y el péndulo” y “A una persona inferior”, siendo el último, el de mi autoría. Sentí un nudo en mi garganta. Le pregunté si en verdad le había gustado el último, y me dijo que sí, que le había fascinado. A la hora de la salida no pude contenerme y le confesé la verdad. Le dije que “ A una persona inferior” era mío, que yo la había escrito. Nunca voy a olvidar esos ojos de sorpresa que noté en su cara. Esos ojos tan abiertos que demostraron, después, esa admiración volátil que da la juventud. Me inquirió con felicitaciones y con alientos dispares. En ese momento supe que mi vocación era la de escritor.


Hoy en día leo ese cuento y sólo encuentro la excentricidad de un barroquismo exasperado. Además del morbo que desataba las provocaciones de Poe. Existen la muerte y el inconciente anhelo del asesinato atroz. La monstruosidad y la bellaquería sin sentido. Es un cuento que me abochorna, pero que no me avergüenza, porque en su tiempo, me brindó la posibilidad de abrazar esta amante flamígera que es la literatura.


Uno pasa más tiempo con sus amigos, con sus problemas y sus risas, con sus necesidades y con sus virtudes, y por eso conserva dichas memorias tan nítidas en la cabeza. Les tiene un aprecio profundo a aquellos personajes que fuimos y aquellos que nos rodearon. Es triste saber que las cosas que se vivieron no podrán regresar, y sólo le queda la resignación de evocarlas en el recuerdo.


Por eso, con la experiencia y la serenidad que me da la edad, hoy le puedo contestar esas preguntas que mi amigo me hizo hace ya algunos años. Sobre el tiempo le podría decir lo mismo de aquella vez, sólo que con más prudencia y elocuencia, porque ya la transformamos en ciencia; pero sobre la vida, le diría que son un conjunto de excusas y momentos; de acciones y especulaciones; de recuerdos y suspiros; de saberse que el tiempo es un sutil carácter de la vida y que hay que saber vivir con esa actitud. Que en el camino, uno se subirá a infinidad de camiones, y que al final, uno no sabrá en qué estación se bajará.



5



Estaba contento. En el salón y contento. Ella a mi lado, a mi izquierda. Parecíamos una pareja. Ya estaba todo dicho y nadie lo sabía. Quizá eso fue lo que me alegraba tanto, esas declaraciones fugitivas, que nadie sabía más que yo y Gina. De vez en cuando nos veíamos y sonreíamos.


“Ale, ¿vas a jugar al rato, cuando salgamos?” me preguntó Cristian. “Pues a la salida” le contesté. “Somos nosotros contra los del A. El clásico, ya sabes. El que pierda paga los jugos”. “Puta, pero no tengo dinero.”le dije. “Yo tampoco.” me dijo y sonrió, porque había seguridad de ganarle a uno de los mejores equipos de la preparatoria. “Ah, claro. Tienes razón” le dije y sonreí. Después de que se fue, Gina me dio un jaloncito para decirme algo en secreto y en voz baja, misma reacción que contesté con un acercamiento de mi oído a sus labios “Alex, si no tienes dinero para la apuesta, yo te doy” y vi su cara con una marcada preocupación. Como aquella que nos brinda un amigo o familiar cuando nos quiere ayudar en un problema. Sonreí y lancé una risa corta pero sonora; “en serio, si no tienes, yo te presto” y la amé más. “No, Gina, no te preocupes, no vamos a perder. Además es broma, sí tenemos. No te preocupes, amor…” y sus ojos se sorprendieron, y después los míos. Había soltado esa expresión sin querer. A lado de nosotros había pájaros en el alambre. Había amigos parados frente a nosotros. Nos quedamos viéndonos el uno al otro, con ojos sorprendidos. No queríamos voltear a ver a nuestro alrededor. No queríamos ver la cara de sorpresa de los chismosos que nos pudieron escuchar. Tomé valor y volteé rápido, y noté que no había nadie. Gina me seguía viendo con esos ojos. Volví a dar un escaneo y noté que todos estaban hablando por su parte y no habían escuchado esa expresión que nos delataba. Me acerqué a su rostro y le dije “No nos escuchó nadie”. Ella parpadeó y volteó con sutileza a su izquierda. Vio que nadie la había escuchado y se soltó. Nos reímos. Y eso me dio tiempo en razonar en lo que había dicho. Nunca pensé en decirle “Amor” a Gina. “Jamás de los Jamases” diría mi hermanita. Me sorprendió mi reacción. Quizá su origen es por las ganas de tenerla para mí, de ser pareja de esa mujer que tanto me hacía sentir. Fue como “una reacción de amarre” diría mi Tío Carlos.


“No hay de qué preocuparse…Amorcito” me dijo y nos reímos. Nadie nos podía escuchar. “¿Quieres que te acompañe a la cancha?” me dijo con una sonrisa, yo le contesté “No creo que puedas, te vienen a buscar ¿no?” le dije, ya que su novio Xavier la iba a buscar para llevarla a su casa. Y ella cambió su risa en una pequeña seriedad. “A las gradas” me dijo y yo “¿hoy no te viene a buscar?” dije con una risa forzada. No podía entender el porqué de su cambio de expresión. “A las gradas…” y se agarró rápido su pecho izquierdo. No entendí, hasta que ella movía la cabeza de abajo hacia arriba, como cuando los papás les toman el dictado a sus hijos y quisieran sacarle la respuesta. “¡Ahhh!, ya entendí. Jaja, perdón” y ella sonrió con un poco de hastío. “¿Ya te olvidaste rápido?” me dijo un poco ofuscada, “¡no, no, no, no, no, no! ¿cómo crees? No, jamás. Es que soy un idiota que no agarra las bromas. Perdóname.” “Ok.” Me dijo, pero notaba que se sentía un poco ofendida. “Perdóname, Gina, en serio. No agarré la broma”. No sé porque, pero siempre he sentido que cuando uno dice “Lo siento”, en vez causar cierta lástima, las mujeres lo toman como una oportunidad para molestarse más. Estoy seguro que si no me hubiera disculpado de forma tan vehemente, no le hubiera causado su primera molestia. Que tampoco fue para tanto.


Después de haberle dicho que “Lo siento” ella miró hacia al frente. Sentí morirme. Era la primera vez que me mostraba ese monstruoso sentimiento que era la molestia. Era la primera vez que notaba su rostro volverse serio, fruncido. Era una cara dirigida a mi persona. Me sentí como un gato dentro de una caja enorme del cual no puede salir. “Perdóname, por favor”, era patético, pero no tenía conciencia sobre mis actos. Hoy me veo de lejos y me doy lástima. Pero en ese momento buscaba la forma para que eliminara todo rastro de molestia que me hiriera. No sabía qué hacer. Estaba desesperado y no lo podía demostrar tal cual, pues todos me verían y sospecharían. Era como el mismo gato, dentro de una caja y que sabe que afuera de la caja hay hombres que esperan a que salga para matarlo a palos.


Qué podía hacer, sentía que a cada momento, mi corazón se apachurraba. Sentía como si el amor que ella me tenía, como si aquel “Yo también, Alex” se desinflara cual globo. Me sentí en peligro de extinción. Suena absurdo, pero esas palabras son las que me describían. Así que agarré mi libreta, la abrí por detrás y le escribí “Lo siento, amor. Te amo y no quiero que se devalúe nuestro amor. Necesito que me veas y me sonrías, te necesito para estar centrado” fueron unas pequeñas palabras que no tenían ningún valor estético. Eran palabras sinceras. Pero al dárselas y leerlas, sus ojos se tornaron cariñosos. “¿En serio me necesitas?”, me preguntó, “Siempre” le contesté; “Yo también te necesito” me dijo en el mismo tono de susurro que las demás frases que nos habíamos dado, y agarró mi mano. Tiempo después, me dijo que fueron algunas palabras las que le habían conmovido “Devalúe”, “Nuestro amor” seguido, y “centrado”; al preguntarle el porqué de esas palabras tan antiestéticas me dijo “es que son peculiares. Diferentes a las que me han dicho. Y son honestas. Son iguales a ti”. Me sentí desprotegido cuando me lo confesó.


“Te voy a acompañar un rato” me dijo cuando acomodamos nuestras cosas para salir del salón. “¡Vamos a la cancha!” me dijo Manuel. “Ahorita te alcanzo” le dije y me vio y vio a Gina, y después, sonrió, “Ok. Ahí te veo.” Seguramente sospecha, pensé. Ya me preguntará luego, volví a pensar. “¿¡En serio!?” recordé lo que me había dicho Gina, “Claro, es temprano y Xavier pasa media hora después de que salimos. Así te echo porras. Y te doy un besito si necesitas fuerzas”. “Esta vez, me dejaré ganar para tener ese beso” le dije, “Síííííííií. Cómo no” me respondió con una expresión irónica exagerada.


Bajamos las escaleras mientras jugábamos con nuestras manos, pues yo quería bajar tomados de la mano, y ella se rehusaba. Era un juego y nos reíamos, pues sabíamos que no podíamos hacer esa osadía. Era una osadía para nosotros y nos burlábamos de ello.


Llegamos a la cancha y ya me estaban esperando “Coño, cómo tardas” me gritó Cristian apenas me vio doblar. “Es que se me atoró el bulto” y Gina y yo reímos por lo morboso que sonó esa expresión. “Ven ya, carajo, que sólo tú faltas”, me dijo y yo me quité el bulto y Gina lo tomó “yo lo llevo. Tú córrele…suerte” escuché a Gina decirme bajito mientras corría hacia la cancha. Volteé y le mandé un beso, sin que nadie me viera. Me sentí como en una película romántica.


Entré a la cancha y ya estaba Manuel en el centro, con el balón de futbol en posición de saque. Me lo pasó y yo se lo dí a Cristian. No pude meterme de lleno porque estaba viendo dónde se sentaba Gina.


El balón me llegó y yo quise dar un pase largo, pero salió muy fuerte y se fue de la cancha. Era una pequeña pifia y me sentí comprometido a demostrarle a mi amada de lo que estoy hecho. Desde ese momento, sentí una obligación. Sentí que estaba a prueba. Sonreí cuando recordé que algunos animales demuestran sus habilidades y su fiereza, para conseguir a su hembra. Era un animal dispuesto a llevarme a Gina como premio.


En un momento, sentí que podía hacer una jugada que sorprendiera a Gina, que en su vida había visto un partido de Futbol. Eso me facilitaba las cosas, porque cada jugada correcta sería una calificación sobrevalorada. Me llegó el balón por el lado derecho. Estaba a tres metros de media cancha; “El perro”, alumno del “A”, salió con la afrenta de quitarme el balón. Cristian me gritó un pase flotado, que aunque era mucho más chaparro que los demás, tenía un resorte impresionante. De verdad impresionante. Así que amagué un centro. Sabía que “Perro” no tenía una pierna izquierda tan fuerte, y descuidaba ese lado. Así que hice como si le pateara a la pelota para meter el centro, pero mi pierna siguió el trayecto de una patada, pero sin rozar el balón. “El perro” se movió a su derecha, pero luego notó que fue una finta y volvió a su postura original, pero era demasiado tarde. Al regresar mi pierna izquierda a su posición original, me puse de lado derecho, como si quisiera pasar por un pasillo estrecho, y rápido, con el talón de la misma pierna izquierda, golpee el balón y pasó por la parte izquierda de “Perro”. Yo arranqué a correr y me lo quité en un segundo. De pronto, Lalo, el más hábil del grupo “A”, salió y me enfrentó. El balón estaba un poco adelantado, cerca de él, y parecía que yo llegaría muy apretado, y por ende, Lalo, me taponaría el balón. Aceleré más, llegué al balón, y como saben que soy zurdísimo, hice la finta de “quebrar” a mi izquierda, pero fue un amague y me pasé el balón a la derecha, eso me dejó espacio para intentar un disparo a la portería. Pero mi derecha no tiene tanta fuerza como la zurda, así que le pegué con todo el rencor que pudiera tener, y salió un disparo violentísimo, que “Cejón”, el portero, no pudo detener. Fue uno de mis pocos goles que hice con la derecha. Fue un gol con causa, que era el de incrementar el amor que me tenía Gina. Vi hacia las gradas y noté que me aplaudía con una sonrisa bellísima que me cegó del partido. Era el 3-1 que nos daba una ventaja algo holgada.


Las reglas eran las siguientes. Eran dos retas, el primero que llegara a 5 goles, ganaba una reta. Pero la ventaja tenía que ser de dos goles, es por eso que si el partido llegaba a un empate de 4-4, el equipo tenía que meter dos más sin recibir ningún gol, y terminar 6-4, y si el otro metía el quinto gol (5-5) subía a 7. Se tenía que ganar con 2 goles de diferencia. Si ambos equipos ganaban una reta respectivamente, se tomaba la diferencia de goles, es decir, si mi grupo ganaba 5-1 y perdía la otra 5-3, mi equipo ganaba porque el total sería 8-6. Si se persistía el empate, incluso en la suma de goles, se hacía otra reta de desempate.


Íbamos ganando 3-1, y yo había metido un gol. El ver a Gina ahí observándome, me obligaba a ser mejor en la cancha. De pronto, tuve una oportunidad y metí un disparo de izquierda, fuerte, cruzado, y le dí la ventaja a mi equipo de 4-1 “Ya tenemos los refrescos. Vamos por las tapitas” dijo Manuel a todos, como burlándose del “A”. “Es chance” recriminó Lalo, “hay va lo bueno. ¿Con esa ventaja les da? Porque ahora va en serio” nos dijo en tono de broma, y reímos. Pero al sacar, se llevó a tres de nosotros, incluyéndome, y colocó el balón en el ángulo superior derecho de nuestra portería. Fue una jugada veloz, con un gol bonito, que me bajó de esa nube espesa en la que estaba. 4-2, y peligraba la apuesta.


Le dije a Cristian al oído “ahorita me pasas el balón y corres a la portería. Voy ha hacer como que espero a que me presionen, y cuando se acerquen, te tiro un centro largo ¿ok?”, me vio y rió “Sale”. Cristian era, por mucho, el mejor jugador que teníamos. Yo no era más que un simple jugador cumplidor, pero ese día estaba inspirado. Me dio el balón y corrió. El equipo contrario se quedó a la expectativa, pues el movimiento de Cristian, los alertaba. Yo retuve el balón. Sólo caminé un poco. Sergio me pedía la pelota a mi izquierda. Yo volteé pero no le di la pelota. “Paxush” me presionó, y se acercó para quitarme el balón. Yo no me moví. Cuando vi un espacio, le tiré un centro a Cristian. Era un poco alto, pero con buena dirección. Cristian pegó un salto y la cabeceó. “Cejón” ni se movió y el balón entró.


“¡Aguevo!” gritó Manuel. Era la primera reta. Faltaba la segunda y definitiva. Nos fuimos a las gradas a descansar un poco. Estaba completamente sudado. Subí hasta donde estaba Gina, que me aplaudía contenta. “Voy a buscar papel para secarme” dije a mis amigos para que no sospecharan de nosotros. “Bien jugado” me dijo Gina. “Gracias” le dije “¡Quieres agua!” me gritó Cristian. “Sí, tráeme una, please”, “¿no quieres algo?” le pregunté a Gina, “No. Estuviste muy bien. Sí que sabes jugar.” me dijo. “No, fue suerte” mostrando humildad ante mi limitada habilidad para el fútbol. “Oye, alex, ya me tengo que ir. Ya debe estar Xavier en la entrada.” Me dijo y yo asentí con un pequeño pesar. “Ok. Nos vemos mañana ¿sale?”, le dije. “Sí, pero ¿no me vas a dar un beso de despedida?” me dijo bajito. “Pero nos van a ver” le dije. “Pero aquí no, tonto. En las escaleras”. Y nos fuimos. “Ahorita vengo, voy al baño” les dije a mis amigos, que ni me escucharon. Llegamos a las escaleras y ya estaba algo oscuro. Eran las 8 pm y no había nadie en los salones. “Estoy sudado y apestoso” le dije “te voy a embarrar mi sudor y mi olor”. “Eso estaría muy rico” me dijo y me abrazó. Me sentí incomodo, porque sabía que ella podría sentir que apestaba. “Me gusta como hueles. Tu sudor con el perfume que te pones me vuelve loca. Me excita mucho.” Y su voz se tornó más sensual. Pude notar, con la poca claridad que me daba una barra de luz del baño, esa cara felina que adquiría cada vez que me hablaba de forma sensual. Me encantaba esa expresión. “Pero te puede oler Xavier”, le dije; “Me vale verga. Que se joda” me contestó. Esas palabras, que para cualquier mujer les parecerían sucias y groseras, era una expresión que le daba cierta sexualidad a la voz de Gina. La besé y la abracé. Ella se dejó abrazar. Estábamos en un rincón de la escalera. Ella estaba apoyada a la pared.


De pronto, sentí su pierna derecha abrazar mi pierna izquierda. Sentí su muslo caliente alrededor de mi cadera. Yo, que estaba agitado, me sentía sin aliento. Sentí que podía morir en ese beso si no tenía algo de aire. Qué mejor manera de morir, pensé. Era lo ideal. Podía oír mi corazón latir, por lo agitado del partido y lo agitado de ese momento. Pegué mi pecho al suyo. Sentí sus senos. Puse mi mano en su cintura. Ella clavó sus dedos en mi cabello. Sentí cómo tenía mojada esa parte de mi nuca. Sentí cómo sus dedos se mojaban de sudor, de mi sudor. Ella quiso besarme el cuello pero yo me alejé un poco, era suficiente. Estaba sudado, sucio, no podía dejar que ella se topara con esa parte, en ese momento. “¿No quieres que te bese?” Me preguntó en tono suave. “No, sí, pero estoy muy sudado y sucio”, “ Te quitaría todo el sudor con mi lengua” y oí cómo sonrió bajito. “No, yo no permitiría eso” le dije. Ella estaba en mi cuello, y yo en su cien. La tomé y la puse de frente a mí, en la penumbra y la besé. Me mordió los labios y yo la lamí. Ella me lamió y lanzó un gemido como un susurro. “Te amo mucho Gina”. “¿mmm?” no me había escuchado. “Te amo mucho” dije un poco más fuerte. “Yo también, Alex. Te amo mucho”.


“Ya es tarde” le dije después de que nos alejamos un poco. “Sí” me dijo “podríamos pasarnos toda la noche besándonos” volvió a decirme mientras se acomodaba la falda-pantalón. “Bueno, amorcito, nos vemos”, me dijo con una sonrisita, mientras bajábamos. “Nos vemos amor” le dije. “Hoy sí que hemos tenido mucho ¿no?” me dijo, y recordé cuán larga me pareció esa tarde. “Vaya que sí” le contesté. “Y pensar que así serán todas las tardes” me dijo contenta. “Sí” contesté contento. Volteó a los lados y me dio un beso fugaz, que no me dio tiempo de reaccionar “Nos vemos, futbolista” y se fue corriendo a la entrada de la preparatoria. Desapareció en un recorte hacia la derecha. No vi a Xavier y me alegré por eso. Era un día que no tenía que acabar mal.


Regresé a la cancha. Jugué bien, metí un gol y ganamos 6-4.




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