miércoles, 14 de enero de 2009

El extraño resplandor de la inocencia IV

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El camino entre las gradas y el salón se me hizo eterno. Era incómodo. No sabía si seguir en silencio o intentar algo desesperado. No quería perderla. Esa era la verdad. Me arrepentí de haber querido saber lo que sentía. No quería que se terminara las muestras de amor, porque no se puede decir que era amor, sólo eran muestras, fragmentos para el deleite.


Era una angustia andante. Sentí una punzada profunda cuando mis amigos me vieron así, tenía que improvisar algo para no tener que levantar sospechas. “¿Qué toca?” le pregunté a Gina, con una sonrisa semi forzada. Ella me vio y después de un leve gesto de sorpresa, me sonrió y dijo “Cálculo” “¡puta madre, no hice la tarea!” dije en tono semi alto, para que mis amigos escucharan que nuestra plática era pueril. “Pinche Droopy, no tengo ganas de verlo” le dije a Gina. Droopy era, por supuesto, mi maestro, que por sus cachetes y las arrugas sufridas por la edad, le daba un aire al personaje de caricatura. “Yo tampoco hice la tarea” me dijo, “ya nos cogieron” continuó, y no dejó de calarme el fuego de esa expresión “Ya nos cogió”, era algo fuerte, por eso lo dicen los púberes y jóvenes, para sentirse desadaptados; pero viniendo de la voz y labios de Gina, era todo un canto meloso. “Nos cogió”, yo quería que nos cogiera esa feminidad atrevida de Gina, que me cogiera. Que me amarrara, que me dejara sin aliento. Era suyo, podía hacer lo que quisiera conmigo. Me imaginé atado a su cuarto, que aunque me era desconocido, lo podía ver con claridad en mi mente. Me la imaginé con un camisón, con tan sólo un camisón. Sin zapatillas, sin shorts, dejando desnudas sus piernas; con tres botones desabrochados, y con el pelo semi revuelto. Y después recordé “¿Quieres ver mi queso?” y lo monté a mi afiebrada imaginación. Me imaginé más valiente, más aventado y le dije que sí. Entonces ella se subía la camisa. Me imaginé su vientre plano, y su queso con apenas una pequeña mancha de vellos.

Imaginé estas incomprensiones y me recriminé por no tener la valentía de llegar más allá de un beso. Esa playa era mi día D y no lo había pasado bien.

No puedo ser así, pensé, yo la quiero de verdad. No es una mera calentura. No, eso es lo que Xavier siente por ella, pero yo no. Yo soy un caballero. A lo mejor eso fue lo que le atrajo de mí. Y lo echaría a perder con mis guarradas. La miré cabizbaja y con la mirada contrariada. Me sentí asqueroso al pensar morbosamente en ella. Había hecho algo doloroso y yo aquí imaginándomela desnuda, sucia, como una puta. Era un hombre despreciable. Soy un asco, pensé. Me avergoncé de mí.


Llegamos a las escaleras. Las subimos. Nuestros amigos corrían y entraban al salón. Nosotros caminábamos sin tanta prisa. Parecíamos como si fuéramos a cumplir nuestra condena a muerte. Todos ya habían llegado, y pude notar que el último se quedaba un segundo en la puerta del salón y hablaba con alguien dentro, como si pidiera permiso. Supuse que ya había llegado Dropy.

De pronto, sentí un jalón en mi mano. Una calidez, una fuerza. Dos elementos que me cimbraron la clavícula. “Ven” me dijo. Gina me jalaba ante mi incredulidad. “No entremos”, me dijo y trotamos hacia abajo. “¿Pero adonde vamos? Si rayamos y nos quedamos aquí, doña Dora nos verá y nos llevará al salón” le dije contrariado. Doña Dora era la prefecta de la preparatoria. Nos conocía y era muy recta. Si veía a alguien fuera de su salón, después de haber sonado el timbre, te agarraba y te llevaba al salón de donde eras. Tenía una memoria fotográfica, y se sabía el salón de todos los alumnos. Creo que por amargada y por quedada, no tuvo más que afilar su memoria. “Vamos a las gradas. ¿Quieres ir o quieres entrar al salón? porque yo no voy a entrar. Vas solo si quieres entrar a clases” Y ese vas solo, lo sentí como si fuera una frase que me desajenaba de ella. Porque si yo me negara, ella se iría sola. Quiería decir que hiciera lo que hiciera, no iba a cambiar su opinión. Me sentí sin fuerza. “No, claro, vamos” le dije y la seguí.


Llegamos al mismo lugar de hace rato. Aún estaba la botella que habíamos dejado. No sabía qué más íbamos a hacer. No sabía qué decir. No aguantaría otra mala noticia. Iba a llorar si me decía que no nos podíamos seguir viendo. Iba a llorar para mostrar mi última carta y dejarle en claro que me duele la noticia. Sentí ganas de devolver el estómago. Era algo inevitable. No podía soportar… “Deja de pensar y bésame”. Quedé en shock. No sabía qué decir “¿en serio?” y no pude dejar de pensar en lo infantil que me oía. Era un desastre amoroso. “Piensa que tal vez es la última vez que nos podremos besar” me dijo con una cara pícara. Y mi cara describió una “O” profusa, era el contorno del vacío que dejaba esa frase. Era como un meteorito que había herido la base de mi ser y había dejado un hueco profundo y negro.

Entonces ella se montó sobre mí. Sentí su peso ligero sobre mis piernas. Sentí su olor más cerca, y pude encontrar nuevos detalles en su aroma. Sentí sus nalgas suaves sobre mis piernas. Pero yo no estaba ahí, estaba a años luz de ese lugar. Seguramente estaba blanco, pálido de la sorpresa. Se rió y me besó la mejilla, quizá por mi rostro. “Bésame que me voy” Y me besó. Yo le correspondí en un arrebato. La abracé fuerte. Ella me presionó con sus piernas alrededor de mi cintura. El malecón estaba a unos metros de nuestra vista. Cualquiera podría vernos, aunque eso estaba vedado para los que estuvieran dentro de la preparatoria. Me besó y sentí su respiración agitada. Le lamí, por un momento, la barbilla. Me sorprendió que yo hiciera eso. No lo había pensado. Pero luego lo hice concientemente y lo gocé más. Le di un pequeño mordisco. Y ella sonrió con los ojos cerrados y la cara levantada. Nos besamos. Estábamos desenfrenados. Nadie nos veía. Nadie nos importaba. La besé y no me arrepiento. La besé en la mejilla, hasta llegar a su cuello. Le besé la oreja y me brindó su primer gemido suave. Fue como un susurro. Fue una reacción que me sorprendió. Ese suspiro, ese gemido era provocado por mí. Era para mí. Entonces regresé mi rostro hacia el suyo. Nos miramos un segundo. Estábamos serios. Una sonrisa partió ese momento y nos volvimos a besar. Ella metió de nuevo su lengua. No, miento, yo metí la mía. Estimulé la suya. Ella succionó mi lengua. La sentí cálida. Eso provocó que abriera más la boca. Ella hizo como un gruñidito de excitación. Yo la seguí por instinto. Ella mordió mi labio inferior. Sonó un chasquido proveniente de su boca. Su cara era de excitación. “¿Te dolió?” me preguntó con dulzura. “No” le contesté rápidamente, y la volví a besar. Pero esta vez, me tumbó. Quedé recostado, y ella sobre mí. Se inclinó y quedamos acostados. Ella sobre mí. Nos reímos sin despegar nuestras bocas. Nos seguimos besando con pasión. Yo tenía mi miembro erecto, pero poco me importó. Quería que ella lo sintiera.

Su mano tomó la mía y la puso en su pecho. Abrí los ojos y noté que ella los tenía cerrados. No sabía que hacer. Puso mi mano en su pecho izquierdo. No sabía qué hacer. Sentía sus pechos suaves. Se sentía a nada que hubiera tocado antes. Era único. Entonces ella apretó mi mano, y consigo, su pecho. Sentí su aliento más caliente, más profuso. Entonces apreté su pecho con mi mano. Ella me soltó. Masajeaba con delicadeza su seno. Ella exhaló un gemido. Fui incrementando la presión y ella seguía besándome. Entonces, metí mi mano a su blusa. Torpemente me topé con que no podía entrar porque un botón se resistía a la tentación. Era como una conciencia que no se doblegaba. De ese tamaño era mi conciencia en ese momento, pensé. Ella se detuvo y se alejó un poco de mi rostro. Ya había acabado todo. Gina se desabrochó el botón inquebrantable y volvió a besarme. Había caído la última puerta de Tebas. Tomó mi mano y la metió en su pecho. Sentí su pezón erguido, duro. Lo apreté despacio y ella gimió. Era formidable.

Dejé mi mano así, y me enfoqué en besarla. Me di cuenta que sus piernas estaban a mis costados. Pasé mi mano izquierda libre, por su pierna derecha. Eran unas piernas firmes. La acaricié. Subí mi mano y agarré su nalga. Sentí sus manos desabrochándome la camisa. Metió sus brazos y me abrazó. Me besó el pecho. Yo tenía una camisa debajo del uniforme. Metió sus manos bajo esa camisa y sentí las sentí cálidas. Es extraño, pero podía respirar mejor. Me acariciaba el pecho y yo soltaba un suspiro atrabancado. Apreté su nalga derecha y quise meter mi mano en su falda, para que mi palma no tuviera nada intermedio, para sentir su piel prohibida, la que no podría sentir más que en ese momento.

Pensé que me estaba aprovechando. Como quizá era mi última oportunidad, me estaba aprovechando para toquetearla. Eso no podía ser. Entonces saqué lentamente mi brazo derecho de su blusa, y retiré mi mano izquierda de su nalga. La abracé fuerte. Dejamos de besarnos. Permanecimos abrazados. Estábamos descansando de la pasión. Queríamos estar abrazados. Solos. Abrazados. Me sentí un aprovechado, pero era más la satisfacción que ese sentimiento de culpa se ahogó. De ella sólo podía ver su cabeza pegada a mi pecho. Seguramente estaba triste. Seguramente estaba arrepentida. Creí sentir unas gotas mi pecho. Eran lágrimas de ella. Eran lágrimas de arrepentimiento. Sentí que todo había acabado. Me provocó ver su rostro. Me moví, y la moví a ella. Y vi su cara, con los ojos cerrados y con una sonrisa. “Te amo, Gina”. “Yo también, Alex” me dijo sin abrir los ojos.



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