jueves, 10 de abril de 2008

Para que me respete.

Para que me respetes.

Sigo a Eduardo con un paso menos firme que el de él. La luna no colabora con nosotros, y nos refleja las sombras, síntoma de que la luna nos conoce más que nuestra familia. Silencio. Es preferible callar nuestra conciencia para que nadie, ni las cucarachas se percaten de nosotros.

Siguen su lento andar por el patio, con el objetivo de encontrar una grieta en la fortaleza del hogar. Negro es el color que Eduardo escogió, sin embargo, Alejandro no siguió la costumbre milenaria, y se vistió con una camisa del PAN. En la esquina del patio, encontraron un alambre largo que les serviría de mano, para poder bajar la aldaba de la puerta.

La cosa venía planeada hace poco tiempo, tres días para ser exactos. Se tenía que ejecutar a la perfección, pues era un día en que la soledad les traía las buenas nuevas. Pronto se vieron en la necesidad de llevar acabo su obra, como el poeta que intenta hacer poemas para el Concurso de poesía.

Los ruidos de los pasos eran nulos, gracias al silenciador que sugiere el tenis. Antes de acudir prestos a la acción de entrar a la casa, tuvieron que enderezar el alambre. Las pinzas que estaban depositadas en el patio, les ayudó a recortar el estirado cable. Y bailando la luz, se acercaron a la puerta de la casa y descolgaron la puerta, con la timidez que trata un primerizo a su novia. Un pequeño ruido sonó con la aldaba, al dejarla caer con descuido. Eduardo inquirió Alejandro con un “cállate” simulado con los dedos y su boca en forma de trompa. La casa era pequeña. Tan sólo contaba con cuatro piezas y un baño. La entrada terminaba con el baño, de manera de que si abrías la puerta te quedaba de frente la puerta de baño. Esta arquitectura había traído consigo un sinfín de anécdotas, que los nuevos inquilinos, de cuatro años de estancia, ignoraron por siempre. Pues una vez, cuando los anteriores habitaban esa casa, el señor padre de esa familia, había llegado a su hogar, después de torear algunos carros, con la intención de llegar a su casa para evacuar la comida. Había cumplido su misión. Llegó chorreando al baño, y con la velocidad de un prestidigitador, se bajó los pantalones y se sentó en su trono como todo un rey. Y ya estaba en los alivios, cuando de pronto, entró a la casa la señora de la limpieza, para recoger su bolsa, y el señor, como no tuvo tiempo para reproches con la puerta del baño, quedó a merced de los impíos “¡ayes!” de la susodicha. Ese hecho fue el que arrancó las desconfianzas de la señora para con la mucama y el señor rey.

El pasillo era, también, lugar de las puertas de los cuartos. Estas puertas contaban con un miriñaque, para los tiempos de calor. Los recientes “amantes de lo ajeno” se acercaron a pasos sordos, uno detrás de otro. El último cuarto resplandecía.

—Oye, Eduardo, ¿no que no había nadie?

—Shhhh. ¡Cállate! No, no había nadie. Los señores se fueron a Campeche.

—Pero, entonces, quién está viendo la tele.

—No lo sé. Déjame checar—asomó por el miriñaque del cuarto resplandeciente con sumo cuidado—es el hijo mayor. Creo que se quedó.

—Entonces qué vamos hacer.

—Shhh. Cállate. ¿No sabes hablar bajito. Susurrar?

—Sí.

—Pues entonces, hazlo.

—Pero, qué vamos a hacer.

—Pues a entrar en acción—y sacó de sus manos una tosca pistola.

—¡No! Eso no me gusta. Además me prometiste que iba a ser muy fácil.

—Pues ya ves. No podemos echarnos pa´tras. Ya estamos aquí, y a darle al mono.

—Sí, pero me da miedo.

—No seas sacatón. Ahora cumples. Además, nos hace falta el dinero. Y aquí hay algo de dinero.

—¿Pero si nos sale mal, y nos reconoce? yo no quiero matar. Yo soy un buen Pentecostés.

—No vamos a matar a nadie. Yo tampoco quiero meterme en pedos. Sólo lo vamos a amagar. Además, no nos va a reconocer por la capucha.

—Es que no la traje.

—Pero, cómo serás pendejo.

—Es que mi hijo lo necesitaba para la escuela. Es que iba a hacer a un zapatista y pues…

—¡Puta madre!…Pues ponte la camisa en la cabeza y asunto arreglado.

—Pero júrame que no vamos a matarlo.

—Sí, coño. Te lo juro. Ay´ta.

— ¿Me quedó bien? ¿No se me ve mi jeta?

—No, pues quedó a toda madre. Quedó hasta mejor que el mío.

— ¿Y ahora, qué hacemos?

—Pues mira, entramos en chinga y le decimos “quieto”. Y como es el único, pues se va asustar. Lo amagamos. Le preguntamos por la lana. Nos llevamos la grabadora y ya.

—¿Y si llama a la policía?

—Buen punto. Cortamos la línea y ya.

—¿Y si tiene celular?

—¡En la madre!, pues, mientras yo busco el dinero, tu registras todo en busca de celulares y cosas así.

—Ahh… Oye, Eduardo, ¿y quién va a apuntarle mientras los dos buscamos?

—Mmm. Pues, primero buscas los celulares, mientras yo lo vigilo. Y después tu lo vigilas mientras busco el dinero.¿OK?

—OK. Ya….Oye, Eduardo.

—¡Qué!—y se alarmó por un segundo, porque pensó que lo había escuchado el habitante del cuarto, pero la televisión se encargó de ahogar el susurro exclamativo.

—Yo no quiero decir lo de “Esto es un asalto…” y leperadas y media. ¿Podrías ser tú el que hable? Es que me da pena.

—Ah. Coño. Está bien. Déjame a mí ser el que hable. Pero ya cállate. ¿Ok?

—Ok.

Se pusieron en el orden de mando: Primero Eduardo, y detrás, Alejandro. Y ya estando listos para entrar como policías de película, Eduardo echó un vistazo a su presa, para saber a donde a puntar. Vio, y soltó los músculos que tenía tensos, alejó la vista, puso sus espaldas a la pared del pasillo, y se quedó viendo hacia el frente.

—Qué pasa, Eduardo, ya estoy listo.

—Pérate.

—Que, ¿Ya se te arrugó a ti también?

—No, es que no sé que hacer.

—Pero si ya habíamos quedado. ¡No me digas que hay alguien más!

—No, es que no sé que hacer.

—Pero por qué.

—¡Es que se la está jalando!

—¡¿Cómo. Se está reventando una puñeta?!

—Sí, cabrón. Y pues ni modo que le caigamos mientras está en el lío ese.

—¿En qué cabeza cabe reventarse una a esta hora?

—Pues es su casa, pendejo, además está solo.

—No, pues sí. ¿y qué vamos a hacer?

—Pues yo creo que tendremos que esperar a que termine. Seríamos muy culeros si le caemos en la mera maroma.

—No, ni madres. Tendríamos que violarlo también ¿no?.

—jeje, ey—asintió con cierto nerviosismo.

Después de un par de incómodos minutos, la tensión se fue asentando.

—Asómate a ver si ya terminó—dijo Alejandro.

—No, ni madres, no quiero volverlo a ver con el pito en la mano, y además, zangoloteándolo. Asómate tú.

—No. Es que mi religión no me lo permite.

—No seas mamón. Checa a ver si ya terminó.

—Bueno, pero que conste que es contra mi voluntad… no pues todavía está dándole al ganso.

—¡Hijo de la chingada! Ni que fuera actor porno el cabrón.

—Pues uno se tarda en esos menesteres. A poco tu rapidito. Eso es eyaculación precoz.

—Pues no, pero este ya se tardo.

—Es que a lo mejor le hace falta más estímulo.

—Pues págale una vieja. Además tiene la tele retefuerte.

—Qué hacemos.

—Pérate.

—¡Ahhhhh!—se oyó el exclamor sin ningún recato.

—¡Ahí está!¡Ya terminó!

—Sí pero creo que debemos esperar a que pase un rato. A de ser cabrón que después de una chaqueta, te venga un sobre salto.

—Ey. Tienes razón, Eduardo.

Mientras discutían en la entrada del cuarto, el joven se estiraba de lo lindo en su hamaca. En eso, le apeteció salir al baño.

—¡No mames!¡Ahí viene!

—¡Qué hacemos, qué hacemos, qué hacemos!

—Cálmate. Metámonos en este cuarto—se metieron en el cuarto de los padres, para evadir al susodicho.

Se pusieron de rodillas junto a la cama y escucharon para saber qué hacia la futura víctima. Escucharon que se abrió la puerta del baño, que orinó, que bajó la palanca, que se enjuagó las manos, y salió. Después de un semitocido, el joven se fue acostar a su cuarto, sin apagar la televisión. Mientras tanto, los ladrones se quedaban inmóviles cerca de la cama del otro cuarto, pensando si ya era el momento.

—Creo que ya se volvió a acostar, Eduardo.

—¡Ya lo sé!

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—No sé, esperar a que se duerma.

—Pero parece que no se va a dormir. ¿No lo íbamos a amagar?

—Sí, pero ya no me dan ganas.

—Ah.

—Ok. En cinco minutos le caemos. Nada más que baje la guardia. Esperemos a que se vuelva a distraer.

—Ok.

Y Alejandro miró de reojo en la penumbra.

—Oye Eduardo, este es el cuarto de los papás.

—Sí, eso parece.

—¿No crees que aquí debe de haber dinero?

—¡Es cierto! aquí debe estar la lana.

—Podemos buscarla e irnos sin que nadie se dé cuenta.

—Sí. ¿Traes la lámpara?

—Aquí la tengo.

—Pues, alumbremos.

Así empezaron a buscar con la linterna, alguna caja, cajón, o maletín que diera con el dinero. Buscaron en un armario y encontraron una pequeña caja de madera.

—Alumbra aquí. Mira, debe de haber como quince mil pesos.

—Creo que hasta más. A ver, vamos más al fondo.

Buscaron más en el armario y encontraron otra caja con igual número de billetes.

—Puta, caón. Nos toca a una caja cada quién.

—Sí, y sin amagar a nadie. Qué bueno.

—Busquemos más. Ha de haber prendas o alhajas.

Buscaron en otro cajón y encontraron joyas y relojes con un valor muy estimable.

—¡Rodrigo!

—Qué fue eso.

Era un grito de mujer que provenía de la puerta de la casa.

—Ya te habías tardado.

—Es que mi mamá no quería dormirse y pues tuve que esperar.

Era Juanita, la novia de Rodrigo. Al parecer habían quedado para verse en una cita nocturna de novios promiscuos, aprovechando que no estaban los padres.

—Qué hacemos, Eduardo.

—No sé. No te preocupes.

—Rodri, ¿Me extrañaste?

—Mucho—la cargaba mientras se besaban con tal pasión. Rodrigo le agarró las nalgas y las apretó con tal fuerza, que Juana rió pegada a los labios de Rodrigo.

—Cálmate, Nerón. No comas ansias.

—Está bien caliente el tipo, y se acaba de reventar una. Es un enfermo.

—¡Cállate! Nos van a cachar.

—Y tus papás, ¿Cuándo llegan?

—Hasta mañana en la mañana.

—Entonces tenemos tiempo de hacer cositas.

—Sí.

—¿Y dónde vamos a dormir?

—Pues en mi cuarto.

—¡No! Yo quiero que lo hagamos en el cuarto de tus papás.

—¡No mames! Pinche vieja puerca.

—¡Cállate!

—Ha de estar suavecita la cama.

—Ok. Pues vamos. Déjame apagar la tele de mi cuarto y listo.

—No mames. Nos van a cachar.

—No te preocupes—le decía a Alejandro, mientras apretaba su pistola.

—¡No, no, no, no! Pero antes me quiero bañar.

—¿No te has bañado?

—No, sí. Pero ¿qué te parece si nos bañamos juntos?

—Ummm. Muy buna idea.

—Nunca nos hemos bañado juntos, y esta parece ser una buena oportunidad. Nada más que no tengo otro choncito.

—No te preocupes. Yo te presto un short mío. Ni modos que alguien te vea.

—Pero ¿tienes uno chiquito? Porque los tuyos me van a quedar grandes.

—¿No quieres un calzón de mi mamá?

—¡No!

—¡No! Cómo crees que voy a ponerme uno de tu madre.

—Sólo decía.

—Vamos. Metámonos al baño. Tengo mucho calor.

—Ok, pequeña princesita. Aquí tengo mi toalla y…

Se metieron al baño y se escuchó la llave abrirse, junto con la caída de agua.

—Agarra lo que puedas y vámonos. Es nuestra oportunidad. Córrele.

—Ya voy.

Los dos se apuraron a recoger todo lo que habían encontrado, y lo metieron en sus bolsas de sus pantalones. Lo único que llevaban en la mano eran las cajas de dinero. La oscuridad no era impedimento para que recogieran la mercancía. La desesperación los hizo pardos ante la pesada oscuridad.

—Ya está. Salgamos antes de que nos cachen.

—Sal tu primero…¡Apúrate!

—Ya voy, ya voy.

Sólo se veía una línea amarilla de luz, abajo de la puerta del baño. El agua se oía caer, mientras los dos ladrones salían victoriosos de esa gran aventura.

—…Sólo voy por un jabón que…

Había salido Rodrigo completamente desnudo, y atrás se veía a Juana, desnuda mientras sus ojos se posaban en las personas de Eduardo y Alejandro. Las dos parejas se quedaron viéndose fijamente. Eran los únicos en el mundo, en ese momento, en presenciar la nada.

Eduardo, le apuntó con la pistola y le disparó, pero sólo hizo el movimiento como si hubiera disparado, pues el arma tenía el seguro. Se dio cuenta de esto, le quitó el seguro y le disparó en el cuello. Lo vio caer, mientras oía el grito descomunal de Juana. Los dos ladrones corrieron y desaparecieron de la casa.

—¡Lo mataste! Dijiste que no mataríamos a nadie.

—No creo que se haya muerto. Sólo lo rocé.

—¿En serio?

—Sí…en serio.

Y bajaron la velocidad, mientras se quitaban las capuchas. Y en el caminar, Alejandro se persignó, y le miró su cara.

—Ojalá no le haya pasado nada al wuey.

—Te juro que no le va a pasar nada. Ya ves ¿Qué tal si no hubiera traído la pistola?

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