miércoles, 26 de marzo de 2008

Los mejores críticos

Estando en el camión, con rumbo a pagar mi tanda, vi a unos niños que querían jugar. Los niños eran de entre 7 y 8 años. Lo plausible del acto fue de que uno le invitó a jugar el “marinero que se fue a la mar”, un juego de manos. El segundo le contestó:

—¡No! Porque es fastidioso.

—¿Pero por qué?

—Porque nunca termina.

Es evidente que los niños son, en cierta instancia, la muestra clara de la perfecta simpleza que requiere el hombre pensante. Borges decía que no hay mejor crítico que un niño, pues él sustentará su crítica en lo que le gusta de una obra. El niño te dirá “me gusta” y seguirá leyendo, o dirá que le fastidia y cerrará el libro o se irá del teatro. Es, en ese sentido, el mejor crítico, y al que debemos atender.

El niño que lanzó la sentencia de “no querer jugar” fue sustentado por la premisa de que no termina. En cierto sentido, tiene razón. El hecho de que un juego no termine se vuelve monótono y carente de emoción, por el sentido de que no hay un ganador. En otras palabras, no existe la competencia entre uno y otro, y al final, un ganador.

La firmeza es clara y sustanciosa. Los niños no juegan “cualquier cosita”, como los padres quieren pensar. De hecho, los juegos que inventan los infantes, contienen una carga muy fuerte de logística y simpleza, conjunto que es difícil de lograr, para cualquier ingeniero, escritor, músico o hasta cualquier ser humano.

Es también evidente, que los juegos de mesa que se hacen para los niños, son en mayor medida, un peso grande para los infantes, pues se tienen que adaptar a las reglas que los mayores imparten para la diversión de los menores. Creando así, un límite para los niños, cumpliendo un patrón que es más político que de diversión, pues marca la mente del niño que deben divertirse en el rango que las reglas le permiten. Sin embargo, los niños le sacan la vuelta y muchas veces juegan los juegos de mesa, de manera diferente a lo que las reglas le dicen.

Pero volvemos al hecho de la crítica. Los niños, efectivamente, son los mejores críticos de cualquier hecho. Talvez, por eso, los libros infantiles son los más difíciles de lograr. La crítica literaria ha sido manoseada por los puristas y los lingüistas, que clasifican una obra, más por la forma y el contenido, y no logran dar un veredicto, por lo menos, plausible para calificar una obra como un gran libro. Siempre se encuentra una decisión dividida, y no siempre de confianza. Los niños llegan más a una posible decisión unánime, con el sólo hecho de basarse en el “gusto infantil”.

Retomando la acción de los niños del camión, que por cierto, estudian en la Justo Sierra (por su uniforme), podemos cavilar sobre la preferencia de lo que termina. Es efectiva la sentencia del gusto de lo que se puede terminar, pues es pesimista la crítica sobre un juego que nunca termine, y sin ganador. Aunque el optimista dirá que ganan los dos, el resultado es más negativa: nadie gana. La voz se hace unánime, es infinitamente más rico, punto por punto, un juego que demuestre las características de cada jugador y que al final dé un resultado, y un ganador. El tiempo es un elemento indispensable en los juegos de vencedores. Esta premisa la podemos llevar a la literatura, aunque no faltará un incrédulo que diga, que hay obras con un final abierto o que no termina y es constante. Ese punto sería del todo cierto, si se tomara incorrectamente la cuestión, pues no ponemos a los juegos en relación con las obras, sino que son los juegos, con los libros, o mejor dicho el tiempo que te tardas en leer una obra.. Vemos con esta sentencia que los libros tienen el tiempo como elemento constante En ese sentido, no existe un libro que sea infinito. Sin embargo, así como los juegos, el tiempo es ínfimo, pues aunque una obra sea de 18 horas de lectura, perdurará lo que la humanidad se tarde en olvidarlo.

Un libro es un juego, de ahí el símil. No obstante, si los juegos infinitos son, en cierta medida, menos recurridos, ¿qué tan requerido sería un libro infinito? El tiempo siempre a sido juez y objeto de deseo. Sin embargo, los niños no muestran tal interés en poseer el tiempo. En un juego, lo que importa es quién gana y cómo se juega. Lo mismo en un libro en las manos de un niño: Qué pasa, y cómo pasa.

Con los niños que tengo cercanía, comprobé un hecho. Les leí un fragmento del Quijote, que en sí, representa un libro infinito para los niños por el número de sus páginas. Al leérselos, comprobé que no había ningún interés, por más que les traduje y expliqué las palabras del castellano “extraño” con el que está escrito. Al cabo de un rato, les platiqué, el mismo fragmento, como si me hubiera pasado a mí, y logré cautivar su atención. El juicio que se puede sacar es de que, además del tiempo, es la realidad lo que empaña su gusto. Un niño lee gustoso “Harry Potter” porque lo siente cercano, pero es la pelea interior que tiene entre la realidad y la ficción lo que mantiene su gusto. Pues el niño puede saber que Harry Potter no existe, pero el “quizá” es lo que lo deja en suspenso.

Tenemos tiempo y realidad. Esos son los factores que sobrevuelan los juegos en los niños. En cierta medida, la realidad es el invitado hipócrita, y la ficción es el verdadero. Pero como los niños proceden, viven y son regidos por los mayores, la realidad termina por derrotar a la ficción y convertirlos en mayores autómatas, y la literatura (y otras artes) son los únicos juegos que nos permite regresar a la infancia.

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