II
El hombre estaba sentado junto al lago. Michoacán antes era un lugar muy apacible. El hombre se quedó sentado largo rato, pensar era lo único que podía hacer. La sangre en sus manos hacía visible la violencia y la agitación que había pasado. Era una sinfonía vertiginosa en su cabeza. Las lágrimas eran comparsa perfecta para el sabor metálico de la sangre. Gritos, aullidos, disparos, llanto, eran convulsiones apagadas frente al grillear de la noche. Quería fumar, pero su mano temblorosa evitaba que encendiera el cigarro. El hombre quiso gritar pero no quería romper esa calma. La luna era una promesa en ese morir del sol. El lago era el único testigo de la aflicción del hombre, así como lo ha sido eternamente. Esa agua que no es salada pero tampoco dulce. El lago se había encargado de borrar miles de litros de sangre y era estúpido pensar que no podría borrar un poco más. El hombre metió sus manos en el agua y trató de quitarse la sangre que manchaba sus manos. No podía. Lloró cuando vio que no podía eliminar un poco de aquella sangre, y lloró más cuando recordó que era de su hija de 4 años. La sangre no quería dejar las manos de su papá, así como lo había hecho el cuerpo entero de la niña cuando la llevaba al kínder. El hombre se tragó su llanto. No quería regalar ningún recuerdo.
El hombre se sentó en la orilla. “No es justo” se dijo y la rabia se apropió de la tristeza. Pegó un grito y ni el eco no tuvo el valor de aparecerse. Vio el cielo y la noche estaba ahí. Pensó en ella como no lo había hecho antes. “Porque cuando está a lado, a veces se nos olvida que está”. Y recordó su rostro, su cuerpo desnudo, su cara, su llanto. Y la tristeza peleaba por sobrevivir ante la rabia. Peleaba con honor. Y vio el lago. Prendió su cigarro y lo fumó. Sus dedos mojados humedecieron parte del cigarro. No se dio cuenta y le dio otra fumada. “¿Por qué? ¿Qué pasó?” son preguntas que nunca se contestarán porque la lógica a veces pierde ante la espada del azar llamada coincidencia. Pero claro, él lo ignoraba. Fumó su cigarro nuevamente y el fuego había llegado a la parte húmeda. Era todo. Tiró lo inservible. Tiró lo que no le hacía falta. Vio el agua y notó partes turbias en el lago. Pensó en ella, la pequeña Sandra. Recordó que le había desobedecido al llevarse esa paleta que estaba tirada en la calle. Se la había metido a la bolsa. Vio aquellas partes del agua enredadas que se acercaban a la orilla. Notó que la luna era linda. Más linda que de costumbre, y quiso meterse al lago. El frío del agua lo despertaría. Se metió poco a poco. Era agradable sentir el agua chupar su ropa. Con eso podría quitarse el olor a sangre. Y se zambulló. Salió y de nuevo se sumergió. La parte turbia, se movía hacia él. El hombre no lo notaba, se seguía sumergiendo y se frotaba la cara para quitarse aquel olor. La luna hacía brillar el agua. El lago de Michoacán no había sido tan cristalino como en ese día. Eso pensó el hombre, sin embargo ignoraba algunos días. Recordó la historia del lago que había escuchado en la escuela de niño. El agua turbia se acercaba a él y no se daba cuenta. El hombre se acercó a la orilla, en donde el agua le llegaba arribita del ombligo. Vio su reflejo y recordó el hermoso significado del lago. Sonrió. De repente, se perdió su reflejo. El agua turbia había llegado a él y lo había devorado.